Por: Jean Dubuffet.
Traducción Carlos Fernández Moro. Revista MINERVA, nº 11, 2009
En 1946, Dubuffet escribía para el catálogo de su exposición Mirobolus, Macadam & Cie., Hautes Pâtes, que tuvo lugar en la Galería René Drouin de París, este apasionado alegato a favor de sus procedimientos pictóricos y sus materiales, que tiene mucho de apología de lo cotidiano y común frente a lo extraordinario o escaso.
Es cierto que el estilo del dibujo en las pinturas expuestas carece por completo del tipo de habilidad que nos hemos habituado a apreciar en los cuadros de los pintores profesionales, y que su ejecución no requiere ni estudios especializados ni ninguna clase de talento innato. A ello responderé que considero ocioso ese tipo de destreza y de talento, su mera influencia tiende a asfixiar la espontaneidad y a contener los impulsos volviendo la obra ineficaz. A fin de cuentas, puede que la forma de hablar más graciosa pase por el empleo de las palabras más sencillas y comunes, ¿y acaso para caminar con elegancia –o bailar– es preciso haber nacido con las piernas más largas de lo común o ser capaz de andar sobre las manos?
Es cierto que los trazos no están ejecutados con esmero y minuciosidad sino que, más bien al contrario, dan la impresión de una negligencia que en ocasiones puede resultar desconcertante, pues los medios empleados resultan más visibles de lo que estamos acostumbrados. Se aprecia inmediatamente que aquí he trabajado con el dedo, allí con una cuchara o con la punta de un raspador. Es tan evidente que algunos podrían entenderlo como una provocación. Sin embargo, cuando me sentí inclinado a expresarme por medio de estos procedimientos insólitos, no sólo me pareció que eran tan legítimos como otros –pues son los que el hombre que ni se vigila ni se refrena emplea espontáneamente para expresarse– sino que incluso podían dar pie a un lenguaje extremadamente rico con el que el pintor puede jugar, hasta el punto de que sueño con pinturas elaboradas únicamente a base de barro monocromo, sin ninguna variación de color ni de valor, sin brillo ni textura, y en las que sólo se emplearían esas formas de marcas, de huellas e improntas vivas de una mano trabajando la arcilla. Bajo mi punto de vista, esta es precisamente la diferencia entre pintar y dibujar, esto es lo más propio de la pintura y no la cuestión de si se utilizan o no determinados colores, que me parece accesoria.
Es cierto que estos cuadros no muestran esa clase de colores vivos y contrastados que están hoy de moda, sino que se mueven en registros monocromos y gamas de tonos compuestos y, por así decirlo, innombrables. Pero del hecho de que estos colores no sean los habituales –esos que vienen a la mente cuando se pronuncia la palabra «color»–, no cabe concluir que no son también, en su género, colores, o que no disfruto con ellos o que los utilizo sin discernimiento. Los colores que se observan en una piedra o en un viejo muro me resultan más atractivos que los de las cintas y las flores. Del mismo modo, hay aficionados que prefieren los tapices de tonos apagados o deslucidos a esos otros abigarrados y de vivos colores, hasta el punto de que en algunos países, en absoluto menos sensuales que otros, se han fabricado tapices como los de Tlemcen, totalmente elaborados a base de lanas naturales sin teñir. Me parece, además, que los colores ganan bastante cuando no se utilizan en razón de su vistosidad o de la armonía que genera su proximidad, sino a tenor de su capacidad sugestiva y de las evocaciones inmediatas que suscitan. Prefiero encontrar en un cuadro el tipo de colores que podrían denominarse arena, masilla, limo o cuerda que no el amarillo de cromo, el azul de Prusia o el verde veronés. Finalmente, no creo que se deba utilizar en un cuadro todas las notas del teclado; al contrario, me gusta economizarlas, al igual que en ocasiones un pianista toca toda una partitura sin apenas desplazar las manos. De la misma manera, los sonidos que emitimos cuando hablamos no van de los más graves a los más agudos, sino que se mueven dentro de un registro muy estrecho que, no obstante, a través de sutiles variaciones, permite una cantidad inagotable de entonaciones.
Me parece que la pintura debería recordar esas inflexiones del lenguaje hablado. Sin duda pertenecen, como cualquier sonido, al campo de la música y, por lo tanto, se corresponden con alguna nota de nuestras escalas. Así ocurre con todos los ruidos o, al menos, con un gran número de ruidos naturales que el mundo nos ofrece. ¿Quién anotará en nuestros pentagramas el ruido de una silla arrastrada por el suelo, de un ascensor que se pone en movimiento o un grifo que se abre? Sé que nuestros músicos no quieren saber nada de todo esto y afirman que no se trata de sonidos sino de ruidos a los que el músico no tiene por qué dedicar la menor atención. Sin embargo, yo soy de otra opinión. Me resulta ilógico que el músico no se preocupe de los ruidos que escuchamos continuamente y por doquier a lo largo de toda nuestra vida. Me parecería plausible que la música verdaderamente cercana al hombre fuera la que empleara todos esos ruidos, todas esas tonalidades y timbres en lugar de los doce miserables y arbitrarios sonidos de la octava. Y me doy cuenta de que con la pintura ocurre algo equivalente: la sensación que ofrece a nuestra mirada un objeto natural es mucho más compleja que cualquiera de los colores de nuestra paleta, que cualquier mezcla que podamos elaborar, y existe un orden a la espera de ser descubierto que no es el de los colores tal y como los pintores los han utilizado hasta hoy. Aquí entran en juego una miríada de aspectos sutiles, mutuamente vinculados y ciertamente difíciles de aislar, como la intensidad del lustrado y las variaciones de textura, que permiten al ojo percibir la dureza y la blandura, la porosidad y la impermeabilidad, lo cálido y lo frío al tacto. Me parece que este nuevo tipo de teclado, aún enteramente por descubrir, ofrece al pintor unos recursos inmensos que urge utilizar. Mi trabajo se orienta precisamente en esa dirección.
Es cierto que, en la mayoría de los casos, mis trituraciones de materias y sus distintas aplicaciones no apuntan a materiales considerados nobles, como el mármol o las maderas preciosas, sino más bien a sustancias muy vulgares y sin valor, como el carbón, el asfalto o incluso el barro, a los accidentes resultantes del efecto de la lluvia sobre diferentes tipos de suelo común o del paso del tiempo sobre objetos igualmente vulgares, como chatarra, muros desconchados y toda suerte de basura, desechos y residuos. Tal vez algunos saquen la conclusión de que uno se complace en las cosas sucias a causa de una desagradable arbitrariedad. Les rogaría en ese caso que pensasen en lo siguiente: ¿a santo de qué –salvo quizás el coeficiente de rareza– el hombre se adorna con collares de conchas en vez de con telarañas, con la piel del zorro en vez de con sus tripas? Me gustaría saberlo. ¿No debería apreciar como se merecen el barro, los residuos y la mugre, que le acompañan durante toda su vida? ¿No se le presta un gran servicio al recordarle su belleza? Observen cómo los niños pequeños hurgan en los arroyos y entre los desechos para encontrar mil maravillas.
Finalmente, es cierto que la primera impresión que experimentarán muchas personas al contemplar estos cuadros será de espanto y aversión. Creo poder afirmar que esa sensación inicial se debe únicamente a la utilización de materiales insólitos por medio de técnicas poco frecuentes. Es propio del hombre alarmarse cuando se enfrenta a cosas que le parecen inusuales y despiertan su temor, en la medida en que no ha tenido ocasión de probarlas y podrían resultar peligrosas o perjudiciales para él. Pero tan pronto como se familiariza con esas novedades y las considera seguras, desaparece toda sensación de malestar. Me considero con derecho a afirmar que cuando uno se acostumbra a este terreno, la repulsión inicial se disipa y reaparecen, traducidos a otro lenguaje, todos los registros de gracia, paz, gozo y suavidad que en un principio parecían excluidos. Debo agregar que, a mi juicio, la función del artista consiste en ampliar las conquistas y anexiones del hombre sobre los mundos que le eran o le parecían hostiles y, en ese sentido, constituye una victoria indiscutible el descubrimiento de belleza y emoción en los objetos que antes causaban horror.
Texto publicado originalmente en el catálogo de la exposición Mirobolus, Macadam & Cie., Hautes Pâtes, que tuvo lugar en la Galería René Drouin de París entre el 3 de mayo y el 1 de junio de 1946. Bajo el título de «Réhabilitation de la boue» (Rehabilitación del barro) aparecería también en Juin , el 7 mayo de 1946, y en Dialogue, en julio del mismo año. Asimismo, se publicó en Prospectus aux amateurs de tout genre, de 1946, pp. 111-116 y en Lorenza Trucchi, Jean Dubuffet, pp. 315-318. Finalmente, el texto se reeditó con su título original («L'auteur répond a quelques objections») en Jean Dubuffet, Prospectus et tous écrits suivants, tomo II, París, Gallimard, 1967.
Jean Dubuffet: obras, escritos, entrevistas, Barcelona, Polígrafa, 2007 [Valerie Da Costa y Fabrice Hergott eds.].
Biografía a paso de carga, Madrid, Síntesis, 2004.
El hombre de la calle ante la obra de arte , Barcelona, Debate, 1992.
Escritos sobre arte, Barcelona, Barral, 1975.
Correspondencia Witold Gombrowicz / Jean Dubuffet, Barcelona, Anagrama, 1972.
Cultura asfixiante, Buenos Aires, Ediciones de la Flor 1970.
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